Ciento veinte millones de personas en la India sobreviven con menos de un euro al día. Yo estaba a punto de tomar un cursillo acelerado de “ser pobre en el Tercer Mundo”.
Mahapralaya... algo así como el fin del mundo tal y como lo entienden los hindúes (que no los indios). Una especie de absorción universal, de Mal Rollo Cósmico Supremo: llantos, despedidas, alineamientos planetarios, universos que se pliegan sobre sí mismos, empacho sideral que termina en eructo de renacimiento. O cuando el cajero escupe burlón tu tarjeta con una mueca despectiva, y miras en los bolsillos y no hay más que unas pocas monedas. . Segunda vez en una semana que no hay dinero para pagar la cuenta del hotel de cinco estrellas, ahora en Bombay. Al ladito de Pierce "James Bond" Brosnan, que andaba por ahí promocionando algo ("For relaxing times make it Santori time")
Tarjetas de crédito que no funcionaban y sin dinero ni para ir al aeropuerto, a 12 horas del vuelo. En el cajero (más limpios que muchos hoteles y donde siempre hay un guardia) se me quedó la misma cara de bobo que a Harrison Ford cuando desaparece su mujer en Frenético. Nada, que el cacharro no quería escupir una rupia y mi estómago rugiendo como un león de la sabana sin cebras a la vista.
Ya en el Taj President (o era otro?) me preparé para venderle la moto al mánager y conseguir un aval de quien me había enviado allí . Una gota de rocío salpicó mi espera: la recepcionista me preguntó si era irlandés. “No”, respondí, “pero he vivido un par de años por allí. ¿Cómo has reconocido el acento?” “Oh, he visto el Señor de los Anillos”. Gracias guapa, salada, princesa, te queda fantástico el sari. Supongo que mi acento se parece al de Pippin y Merry, los hobbits gamberros (que por cierto son ingleses, pero bueno). Unas horas de papeleo y salvo mi culo de fregar platos durante tres años encadenado al fregadero y dormir en la barca destartalada que había frente al hotel. Pero todavía hay que llegar al aeropuerto. Gratis. O casi. Así que no me quedo más remedio que lanzarme a negociar en las aceras con mi piquito de oro.
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“Eres un extranjero y estás en problemas. Así que es mi deber ayudarte. Y tú escribiras sobre mí”. El segundo taxista accedió a llevarme al aeropuerto por todo lo que me quedaba (ni dos euros). Era un chaval de unos 24 años, musulmán, un tanto hiperactivo. Mé tiré un poco el rollo aventurero, que si soy periodista, estoy escribiendo sobre la India y tal. Los indios están muy orgullosos de su país. “Todo es posible en India”. Como me contaba alguien, “tú pidele a un indio que te consiga cualquier droga y cuando te diga que no, que no es posible, le sueltas un But everything is possible in India! Y ya verás lo que tarda en venirte con la sustancia en cuestión”. El caso es que el hombre bien se apiadó de mí o no quería que su país quedara mal.
Durante el trayecto procedió a deleitarme con una serie de canciones en hindi que había compuesto el mismo, en ocasiones llevándose la mano a la garganta para hacer ruidos raros. Previamente había rechazado las súplicas de su mejor amigo para montarse con nosotros en el taxi. El fulano medía y pesaba el doble que yo, así que no me pareció una idea prudente en mi situación. Y luego me soltó un discurso sobre el acercamiento de los pueblos y de las religiones y tal. Una hora después, nos acercábamos al aeropuerto y me dice que mejor me deja cerca, que como no llevaba el uniforme de taxista (¿?) la policía le iba a parar y a quedarse con parte del dinero (India es la mayor democracia del mundo y una de las más corruptas también). Yo le dije que si había que hablar con la policía ya me las arreglaba yo. También me contaba sus historias para conseguir un visado para el extranjero, que era muy chungo, y que a ver si iba a escribir sobre él. Me sentía como en una comedia de Ben Stiller. Llamadlo desconfianza del occidental.
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Una vez en el aeropuerto, planeaba sobre mí la sombra de una duda: había oído que existía un impuesto de 500 rupias para abandonar el país. Me presté para negociar con mi reloj. Por suerte (por Tutatis!) estaba incluido en el billete. Así que me aposente para las tres horitas de espera en una especie de tumbona, me descalcé y puse una peli en el portatil.
El vuelo resultó un poco incómodo porque junto a mí había un primo de Gordo Cabrón a quien hube de explicar a codazos que reposabrazos no es sinónimo de sofá y que compartir es amor. Mi otro compañero intentaba darme conversación, a la que respondi educada y escuetamente antes de sumergirme, victorioso, en la inopia transcontinental...