La historia del Santo es bien conocida por todos los amantes de la serie B.
Pero quizás no tanto la de su archienemigo, Black Shadow ,“El Hombre de Goma”, y su descenso al anonimato.
Hace un par de días, un compañero me contó que había conocido a Black Shadow cuando este estaba ya entrado en años. El luchador vivía en uno de los “barrios bravos” del Distrito Federal, la colonia Doctores. Uno de los lugares con fama de más peligrosos del DF, aunque yo la he recorrido unas cuantas veces, incluso de noche, sin consecuencias. Por suerte. Peor es Tepito, amiguetes.
El caso es que mi compañero, cuando era niño, habitaba en el mismo edificio que Black Shadow. Lo describe como un hombretón rudo, con dos hijos y cinco hijas bellísimas. Mi amigo jugaba a menudo con los hijos de Black Shadow en la vivienda del luchador y recuerda que sus máscaras estaban por todas partes.
(Antes de la caída)
Los mortales y populares archienemigos saldaban sus cuentas a golpes sobre el ring. Black Shadow, había apalabrado ya su gloria futura con la industria, y veía ya el símbolo de su triunfo, la máscara plateada del Santo, rendida a sus pies.
El luchador plateado iba ya por su sexto alias, había sufrido varios reveses en el mundo de la lucha y, tras muchos avatares, había conseguido tocar la gloria con las puntas de los dedos.
Sólo un final showdown, un combate definitivo, lograría establecer quien sería el ídolo de la multitud.
El 17 de noviembre de 1952, el Arena México se estremeció bajo el choque de los titanes. El trofeo: ¡la máscara del perdedor! La batalla se resolvió emocionante, hasta que el enmascarado de plata logró someter a su adversario, la Sombra Negra. Y ahí, sobre el cuadrilátero, las tornas cambiaron como cuando un jugador de ajedrez da jaque mate a otro sin que éste lo espere y lo condena a la derrota.
Black Shadow, avergonzado, huyó a los vestidores sin entregar su máscara al Santo. Finalmente, su asistente lo convenció para hacerlo. Y la sombra quedó revelada como Alejandro Cruz Ortiz.
Así que, cuando todo acabó, regresó a su departamento en la Doctores, para criar a sus hijos, que jugaban con un vecino que miraba curiosos las máscaras de sus días de gloria. Y el tiempo, implacable, hizo de él un anciano perdido y olvidado. Salvo, quizás, cuando regresó para portar el féretro de su archienemigo, fallecido de un ataque al corazón en 1984.
Si tan sólo no hubiera perdido la maldita máscara.
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