viernes, abril 06, 2007

Las Arenas del Tiempo

He de confesar que siempre me han fascinado las mercancías robadas al tiempo: gruesas ánforas que un día vertieran generosamente torrentes de vino en las alegres noches de Creta, ornamentos procedentes de las más lujosas villas de Tebas y otros vestigios del pasado, incluso de civilizaciones que hoy solo son rumor.

Las arenas del tiempo tenían en mi un obstinado excavador. Con frecuencia, mis viajes me habían llevado de un extremo al otro del mundo en busca de algo que hubiera escapado a esa inevitable extinción que nos aguarda a todos los seres y las cosas materiales y que yaciese oculto y temeroso a ser tragado por los abismos de la no existencia. Pues nada hay peor que esta condena.

Hábiame yo dirigido, a instancias de cierto amigo mío cuyo nombre no mencionaré aquí para evitar que caiga la vergüenza sobre él, hasta la tienda -si es que así podía llamarse a aquel cuartucho de inframundo- propiedad de un tal E. M. Berkeley, quién según mi amigo era toda una leyenda en el comercio de objetos antiguos.

El lugar donde Berkeley tenía su “tienda” era uno de los suburbios más inmundos que pueda imaginarse. Pozo nauseabundo, gigantesco vertedero donde las más profundas miserias humanas han sido arrojadas para olvidarse de ellas. Callejuelas infestadas de pobres diablos de estirpe desgraciada, adictos al opio, rostros que marcaban a su poseedor con la palabra canalla, criaturas cuyo último aliento bien podía tardar en llegar un día o un año, tanto daba, nadie iba a echarlos de menos.

Tras un par de horas de vagabundeo, y dado que las señas que mi amigo me había proporcionado no parecían ser correctas, comencé incluso a dudar si el laberinto de calles que recorría pertenecía a este mundo. Tuve que proporcionar unas monedas a un golfillo que tomé como guía cuando, tras largo deambular, me confesé perdido.

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