
Ni siquiera venciendo al cíclope Polifemo (un tipo culto, tras esa fachada de bruto innoble, con una biblioteca bien provista de clásicos) conseguí lo que anhelaba. Y yo con un mono tremendo de echarme al coleto la guerra en los Siete Reinos. Claro, uno acaba de salir de Troya, y le entran los recuerdos, le dan ganas de épica, tantos días viendo pasar los pececillos aquí aburridos. Busqué por todos lados una edición en cualquier idioma (acepto caldeo y dialectos oscuros de la Hélade), pero los Dioses me mandaron a freír espárragos. Con educación, todo hay que decirlo. Muy críptico todo -es lo que tienen los Oráculos cuando inhalan más humo sagrado del debido- pero pillé el mensaje.
Bueno, pues me lo compro por paloma mensajera (que aquí estamos muy avanzados, faltaría más). ¿Entregarán en medio del mar? ¡Contramaestre, dónde narices estamos? El problema es que, donde me encuentro, (dondequiera que sea), parece que la aduana retiene los paquetes del extranjero (también los que no llevan ánforas de vino y manjares) y la espera puede alargarse. Nada que ver con mis compras desde tierra firme. Diez días máximo, y el mensajero se presentaba en tu puerta. Un poco de pasto para su caballo, una noche de descanso en las cuadras y todos contentos.
Desesperado, después de desechar la idea de buscar un memorioso erudito y un copista que manufacturasen en tiempo récord las 900 y pico páginas del libro (es un engorro), me resigné al Hado y abroché mi capa antes de pedir piamente a Hermes, El de los Pies Alados, patrón de los comerciantes, que fuera misericordioso. Lo cual, mira por donde, tuvo su ventaja, porque me trajo en un soplido los volúmenes dos y tres, A Clash of Kings y A Storm of Swords, en su lengua original y a un tercio del precio de la edición traducida.
Con la ayuda del viento mágico de Eolo, en apenas doce días, cuando las predicciones oraculares señalaban cuarenta -yo no sé que toman estas señoras-, aparecieron en el puesto del vigía, arriba, en el mástil. Opté por pedir dos libros en previsión de un largo periplo marino, claro. Que aquí no hay tráfico, pero tampoco señales, y a ver donde puñetas mira uno cómo se va a Ítaca. Que si las estrellas, las constelaciones, las cartas marinas... ¡Pamplinas!
Hoy, catorce días y muchas olas después, todavía no he empezado a leerlos.
Oh, dioses del Olimpo, perdonad mi afrenta, me los leeré del derecho y del revés, sacrificaré un cordero en vuestro honor (a ver de donde saco yo ahora un cordero. ¿Alguien sabe como se sacrifica un cordero? Sin ponerlo todo perdido, claro. ¿Podré aprovechar y hacer unos filetes?).
Me aprovisioné de noveluchas baratas para la larga travesía por el reino de Poseidón y claro, uno tiene que acabar lo que empieza...